Nació en Rojas, Argentina, el 24 de junio de 1911 y falleció en
Santos Lugares el 30 de abril de 2011. Escritor argentino. Ernesto Sábato se
doctoró en física en la Universidad de la Plata e inició una prometedora
carrera como investigador científico en París, donde había ido becado para
trabajar en el célebre Laboratorio Curie. Allí trabó amistad con los escritores
y pintores del movimiento surrealista, en especial con André Breton, quien
alentó la vocación literaria de Sábato. En París comenzó a escribir su primera
novela, "La fuente muda", de la que sólo publicaría un fragmento
en la revista Sur.
En 1945, de regreso en Argentina, comenzó a dictar clases en la
Universidad Nacional de La Plata, pero se vio obligado a abandonar la enseñanza
tras perder su cátedra a causa de unos artículos que escribió contra Perón.
Aquel mismo año publicó su ensayo "Uno y el Universo" (1945),
en el que criticaba el reduccionismo en el que desembocaba el enfoque
científico. El ensayo prefiguraba buena parte de los rasgos fundamentales de su
producción: brillantez expositiva, introspección, psicologismo y cierta
grandilocuencia retórica.
Su carrera literaria estuvo influida desde el principio por el
experimentalismo y por el alto contenido intelectual de sus obras, marcadas por
una problemática de raíz existencialista. Así, "El túnel" (1948) ahonda en las contradicciones e
imposibilidades del amor, mientras que "Sobre héroes y tumbas" (1962)
presenta una estructura más compleja, en que los diversos niveles de la
narración enlazan vivencias personales del autor y episodios de la historia
argentina en una reflexión caracterizada por un creciente pesimismo. Ambas
novelas tuvieron gran repercusión y situaron a Sábato entre los grandes
novelistas latinoamericanos del siglo.
El Túnel fue rápidamente traducida a diversos
idiomas y llevada al cine. La narración tiene indudable originalidad y valores
psicológicos relevantes: la confesión de Castel, que ha cometido un crimen,
enfrenta al hombre de hoy con una sociedad desquiciada y resalta los contrastes
con pincel agudo y lleno de color. El estilo está en consonancia con el tema,
dentro de un desequilibrado equilibrio.
Sobre héroes y tumbas (aunque publicada en 1962, la edición
definitiva es de 1966) es su obra más ambiciosa. La compleja construcción de
esta novela, y los diversos registros del habla rioplatense que el autor plasma
en ella se alejan tanto del tecnicismo formal como de la dispersión. La pericia
narrativa de Sábato consiste, justamente, en hacer pasar desapercibidas para el
lector las evidentes dificultades compositivas que supone la historia de la
joven Alejandra y, a través de ella, la del país. Destaca sobre todo el
capítulo titulado "Informe sobre ciegos", que puede ser leído, como
de hecho lo fue, con entera autonomía.
Sobre héroes y tumbas obtuvo un éxito de público impresionante,
que acabó por convertir a su autor en una autoridad moral dentro de la sociedad
argentina, una suerte de formador de opinión que, por paradójico que parezca,
al asumir ese papel se fue alejando progresivamente de la actividad literaria.
Su tercera novela, "Abaddón el exterminador" (1974), se centra en torno a
consideraciones sobre la sociedad contemporánea y sobre el pueblo argentino, su
condición «babilónica» y su presente, que adquieren en la novela una dimensión
surrealista, en que se funden realidad y ficción en una visión apocalíptica.
A partir de la década de 1970, más que un escritor, Sábato
representó una conciencia moral que actuaba como un llamado de alerta frente a
una época que él no dudó en calificar de "sombría". Esa
identificación entre Sábato y la autoridad ética quedó muy reforzada por su
labor como presidente de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas
(CONADEP), para la que fue designado en 1983 por el entonces presidente de la
República, Raúl Alfonsín. Los años que dedicó a investigar "el
infierno" de la represión durante el anterior gobierno militar, según sus
propias palabras, no le dejaron aliento ni espacio para la literatura. La
conclusiones de la comisión quedaron recogidas en el llamado "Informe Sábato". En
1984 fue galardonado con el Premio Cervantes.
La obra de Sábato, que ha sido prestigiada con numerosos premios
internacionales y difundida en múltiples traducciones, incluye además multitud
de ensayos como "Hombres y engranajes" (1951), "El escritor y sus fantasmas" (1963), "El otro rostro del peronismo" (1956), "Tango: discusión y clave" (1963), "La cultura en la encrucijada
nacional" (1973), "Tres aproximaciones a la
literatura de nuestro tiempo" (1974), "Apologías y rechazos" (1979), "Antes del fin" (1998) y "La resistencia" (2000).
Aquejado de un grave problema de visión, se dedicó además a la pintura, otra de sus pasiones.
Aquejado de un grave problema de visión, se dedicó además a la pintura, otra de sus pasiones.
QUERIDO
Y REMOTO MUCHACHO:
Me pedís consejos, pero no te los puedo
dar en una simple carta, ni siquiera con las ideas de mis ensayos, que no
corresponden tanto a lo que verdaderamente soy sino a lo que querría ser, si no estuviera encarnado
en esa carroña podrida o a punto de podrirse que es mi cuerpo. No te puedo
ayudar con esas solas ideas, bamboleantes en el tumulto de mis ficciones como
esas boyas ancladas en la costa sacudidas por la furia de la tempestad. Más
bien podría ayudarte (y quizá lo he hecho) con esa mezcla de ideas con
fantasmas vociferantes o silenciosos que salieron de mi interior en las
novelas, que se odian o se aman, se apoyan o se destruyen, apoyándome y
destruyéndome a mí mismo.
No rehúyo darte la mano que desde tan
lejos me pedís. Pero lo que puedo decirte en una carta vale muy poco, a veces
menos que lo que podría animarte con una mirada, con un café que tomáramos juntos,
con alguna caminata en este laberinto de Buenos Aires.
Te desanimas porque no sé quién te
dijo no sé qué. Pero ese amigo o conocido (¡qué palabra más falaz!) está
demasiado cerca para juzgarte, se siente inclinado a pensar que porque comes
como él es tu igual; o, ya que te niega, de alguna manera es superior a vos. Es
una tentación comprensible: si uno come con un hombre que escaló el Himalaya,
observando con suficiencia la forma en que toma el cuchillo, uno incurre en la
tentación de considerarse su igual o superior, olvidando (tratando de olvidar)
que lo que está en juego para ese juicio es el Himalaya, no la comida.
Tendrás infinidad de veces que
perdonar ese género de insolencia.
La verdadera justicia sólo la recibirás
de seres excepcionales, dotados de modestia y sensibilidad, de lucidez y
generosa comprensión. Cuando aquel resentido de Sainte-Beuve afirmó que jamás
ese payaso de Stendhal podría hacer una obra maestra, Balzac dijo lo contrario;
pero es natural: Balzac Había escrito la Comedia
Humana y ese
caballero una novelita cuyo nombre no recuerdo. De Brahms se rieron gentes
semejantes a Sainte-Beuve. Mientras que Schumann, el maravilloso Schumann, el
desdichadísimo Schumann, afirmó que había surgido un músico del siglo. Es que
para admirar se necesita grandeza, aunque parezca paradójico. Y por eso tan
pocas veces el creador es reconocido por sus contemporáneos: lo hace casi
siempre la posteridad, o al menos esa especie de posteridad contemporánea que
es el extranjero, la gente que está lejos, la que no ve cómo te vestís. Si esto
les pasó a Stendhal y Cervantes, ¿cómo podes desanimarte por lo que diga un
simple conocido que vive al lado de tu casa? Cuando apareció el primer tomo de
Proust (después que Gide tirara los manuscritos al canasto), un cierto Henri
Ghéon escribió que ese autor se había “encarnizado en hacer lo que es
propiamente lo contrario de una obra de arte, el inventario de sus sensaciones,
el censo de sus conocimientos, en un cuadro sucesivo, jamás de conjunto, nunca
entero, de la movilidad de los paisajes y las almas”. Es decir, ese presuntuoso
critica lo que es la esencia del genio proustiano. ¿En qué Banco de la Justicia
Universal se pagará a Brahms el dolor que sintió, que inevitablemente hubo de
sentir aquella noche en que él mismo tocaba el piano en su primer concierto
para piano y orquesta, cuando lo silbaron y le arrojaron basura? No ya Brahms,
detrás de una sola y modesta canción de Discépolo, cuánto dolor hay, cuánta
tristeza acumulada, cuanta desolación.
Pero —tan extraña es la condición
humana— no sólo los insignificantes y fracasados padecen esos sentimientos
bajos. ¿No dictaminó Lope que el Quijote era el peor libro que había leído en
su vida? ¿No silenciaba Goethe a poetas que eran tan notables como él, mientras
elogiaba a otros de tercera categoría, con lo cual ponía por debajo de ellos a
espíritus que en el fondo envidiaba? Pero volvamos a tus dudas. Me basta con
leer uno de tus cuentos para saber que un día llegarás a ser importante. Pero
¿estás dispuesto a sufrir esos horrores? Me decís que estás perdido, vacilante,
que no sabes que hacer, que yo tengo la obligación de decirte una palabra.
¡Una palabra! Tendría que callarme, lo
que podrías interpretar como una atroz indiferencia, o tendría que hablarte
durante días, o vivir con vos durante años, y a veces hablar y a veces callar o
caminar juntos por ahí sin decirnos nada, como cuando se muere alguien que
queremos mucho y cuando comprendemos que las palabras son irrisorias o
torpemente ineficaces. Sólo el arte de los otros artistas te salva en esos
momentos, te consuela, te ayuda. Sólo te es útil (¡qué espanto!) el
padecimiento de los seres grandes que te han precedido en ese calvario.
Es entonces cuando además del talento
o del genio necesitarás de otros atributos espirituales: el coraje para decir
tu verdad, la tenacidad para seguir adelante, una curiosa mezcla de fe en lo
que tenes que decir y de reiterado descreimiento en tus fuerzas, una
combinación de modestia ante los gigantes y de arrogancia ante los imbéciles,
una necesidad de afecto y una valentía para estar solo, para rehuir la
tentación pero también el peligro de los grupitos, de las galerías de espejos. En esos instantes te ayudará
el recuerdo de los que escribieron solos: en un barco, como Melville; en una
selva como Hemingway; en un pueblito, como Faulkner. Si estás dispuesto a
sufrir, a desgarrarte a soportar la mezquindad y la malevolencia, la
incomprensión y la estupidez, el resentimiento y la infinita soledad, entonces
sí, querido B., estás preparado para dar tu testimonio. Pero, para colmo, nadie
te podrá garantizar lo porvenir, porvenir en que cualquier caso es triste: si fracasas,
porque el fracaso es siempre penoso y, en el artista, trágico; si triunfas,
porque el triunfo es una especie de vulgaridad, una suma de malentendidos, un
manoseo; convirtiéndote en esa asquerosidad que se llama un hombre público, y
con derecho (¿con derecho?) un chico, como vos mismo eras al comienzo, te podrá
escupir. Y también deberás aguantar esa injusticia, agachar el lomo y seguir
produciendo tu obra, como quien levanta una estatua en un chiquero. Lee a
Pavese: “Haberte vaciado por entero de vos mismo, porque no sólo has descargado
lo que sabes de vos sino también lo que sospechas y supones, así como tus
estremecimientos, tus fantasmas, tu vida inconsciente. Y haberlo hecho con
sostenida fatiga y tensión, con cautela y temblor, con descubrimientos y
fracasos. Haberlo hecho de modo que toda la vida se concentrara en este punto,
y advertir que es como si no lo acoge y da calor un signo humano, una palabra,
una presencia. Y morir de frío, hablar en el desierto, estar solo día y noche
como un muerto.”
Pero sí, oirás de pronto esa palabra
—como ahora, donde esté Pavese oye la nuestra—, sentirás la anhelada presencia,
el esperado signo de un ser que desde otra isla oye tus gritos, alguien que
entenderá tus gestos, que será capaz de descifrar tu clave. Y entonces tendrás
fuerzas para seguir adelante, por un momento no sentirás el gruñido de los
cerdos. Aunque sea por un fugitivo instante, sentirás la eternidad.
No sé cuando, en qué momento de
desilusión Brahms hizo sonar esas melancólicas trompas que oímos en el primer
movimiento de su primera sinfonía. Quizá no tuvo fe en las respuestas, porque
tardó trece años (¡trece años!) para volver sobre esa obra. Habría perdido la
esperanza, habría sido escupido por alguien, habría oído risas a sus espaldas,
habría creído advertir equívocas miradas. Pero aquel llamado de las trompas
atravesó los tiempos y de pronto, vos o yo, abatidos por la pesadumbre, las
oímos y comprendemos que, por deber hacia aquel desdichado tenemos que
responder con algún signo que le indique que lo comprendimos.
Estoy mal, ahora. Mañana, o dentro de
un tiempo seguiré.
Ernesto Sábato, extraído de Abaddón el exterminador.
Publicado por Patricia Dizanzo
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