El pasado 14 de mayo
se fue uno de los últimos grandes padres fundadores del blues, un hombre que creó un
nuevo lenguaje con la guitarra eléctrica, pieza esencial en la arquitectura de
la música popular del siglo XX. Se va algo más que un simple músico. Porque B. B. King,
muerto a los 89 años, representaba un modo de vida y de creación musical en
Estados Unidos.
El músico desfalleció el pasado octubre durante un concierto y tuvo que
cancelar el resto de la gira también por deshidratación y agotamiento
provocados por la diabetes que le fue diagnosticada hace más de dos décadas.
Desde entonces, su estado de salud no hizo más que empeorar.
Nacido en el seno de
una familia pobre, en una diminuta cabaña de un pueblo de Misisipí, su primera
experiencia musical llegó a los 12 años cuando formó parte de un grupo vocal de
gospel y el predicador le enseñó sus primeros acordes con una guitarra. Entonces,
recogía algodón en una granja de la ciudad de Lexington. Luego, lo hizo en
Indianola durante los primeros años cuarenta.
Con su famosa Lucille —nombre que dio a su inseparable
guitarra Gibson— y un puñado de dólares en el bolsillo, se mudó en 1946 a Memphis, la ciudad
que poco después alumbraría a Elvis Presley, donde a finales de los cuarenta y
principios de los cincuenta desarrolló un estilo único: mezclaba el sonido
rural del campo con la vitalidad eléctrica de la ciudad. Allí se convirtió en
el rey de la calle Beale e hizo avanzar el blues. Le otorgó en esos primeros
años un carácter particular y asombroso. Canciones como I’ve Got a Right To Love My Baby, Please Love Me, Three O’Clock Blues, Sugar Mama oGotta Find My Baby, eran
composiciones que muestran un blues nada
convencional, donde había orquesta de metales que le alejaban del prototipo del
músico primitivo del Mississippi pero sin perder las raíces de su tierra. Con
su voz aguda y el poder de su guitarra, era el medio camino perfecto entre
Mississippi y Chicago, entre lo rural y lo urbano, entre el Génesis y el Nuevo
Testamento del blues.
Fue el sonido del blues moderno, que más tarde explotó en Chicago y marcó a toda la generación el rock'n'roll de los sesenta. Tuvo grandes discípulos blancos como Eric Clapton o Mike Bloomfield. Los Rolling Stones, fascinandos por el cancionero de los primeros bluesmen originales, se lo llevaron de gira. De telonero, con ellos dio alguno de los miles de conciertos que tenía en su hoja de ruta. Porque B. B. King, que ansiaba sacarse el mayor dinero posible a través del blues locuaz y contagioso de su guitarra, se tomó por costumbre hacer más de 250 actuaciones al año. En España, se le pudo ver en varias ocasiones, entre ellas con Raimundo Amador.
De alguna forma, en las
últimas dos décadas quedó etiquetado como el gran embajador del blues clásico, de ese sonido
primigenio que sonaba más real y absorbente que en ningún otro lado en aquellos
hombres y mujeres que vivieron una época determinada. Muchos fueron cayendo
mientras él seguía tan incombustible como en sus años más jóvenes, aunque con
los achaques de la edad: tenía problemas de vista y tenía que tocar sentado
durante toda la actuación. Pero ahí estaba B. B. King, llamado por muchos Rey del blues y con el que todas las figuras
musicales querían compartir escenario, bien fuera sus discípulos hasta Luciano
Pavarotti. Ahí estaba un artista esencial para comprender el desarrollo de la
música popular del siglo XX, el fascinante universo del blues original, nacido
del mundo rural y electrificado a través de su Gibson hasta moldear un lenguaje
impactante. Ahí estaba, en definitiva, B. B. King, memoria de un tiempo
irrepetible, tal vez el último guitarrista que nos recordaba cómo empezó todo
cuando queríamos hablar de blues.
Musicalmente
hablando, es como si al mundo le quitaran, casi definitivamente, una parte de
su memoria.
Hasta luego B.B.
Hasta luego B.B.
Publicado por Patricia Dizanzo
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