lunes, 24 de agosto de 2015

EFEMÉRIDES DE AGOSTO - WILLIAM SAROYAN



William Saroyan 
(1908/08/31 - 1981/05/18)



Escritor estadounidense 

Nació el 31 de agosto de 1908 en 
Fresno (California).  

Saroyan, hijo de un inmigrante armenio, se convirtió en una figura popular en el teatro y la literatura en la época anterior a la segunda guerra mundial. En 1940 ganó el Premio Pulitzer por su obra teatral El momento de tu vida, pero rechazó los mil dólares del premio por oponerse al patrocinio y la condescencia de los ricos hacia el arte.
El escritor, que publicó más de cuatrocientos cuentos y ensayos, novelas y numerosas obras de teatro, introdujo, a juicio de los críticos, el impresionismo en estos géneros literarios. Según estos mismos críticos, tanto sus cuentos como sus obras de teatro violaban las reglas establecidas, ya que carecían de intriga y son la expresión de un estado de ánimo, pero todos se caracterizaban por una ternura determinada en tomo al ser humano. Entre sus libros de cuentos destacan El hombre sobre el trapecio volante y otros cuentos, Tres veces tres, Mi nombre es Aran y Chiquillos. Su novela La comedia humana, escrita en 1947, fue llevada al cine y galardonada con un oscar en 1949. Entre sus obras de teatro destacan La dulce melodía del amor, Mi corazón está en las montañas, Nacimiento decoroso en tierra verde y Gente maravillosa.
Aunque su producción literaria disminuyó en los últimos años, William Saroyan publicó en 1979, a los 71 años, su obra Obituaries, sobre figuras que él había conocido.
Desde que en 1939 estrenó su primera obra teatral, William Saroyan unió en sus historias «la misteriosa penumbra de su origen armenio y el sentido práctico y directo de la forma de ser de los norteamericanos. Estas características permanecen ensambladas a lo largo de su producción. El centro de todo su interés residió en su pericia interior o en la minuciosa vida cotidiana de los personajes. Por estas y otras razones se ha considerado a William Saroyan como un poeta de la novela.

William Saroyan falleció el 18 de mayo de 1981 en 
Fresno
. 






La Risa – William Saroyan  



“¿Quiere que me ría?”
Se sentía muy solo y enfermo en el aula vacía, todos los chicos ya se había ido a casa, Dan Seed, James Misippo, Dick Corcoran, todos ellos por las vías del Southern Pacific, riéndose y jugando, y esta loca idea de Miss Wissig, agobiándolo.
“Sí.”
Los labios severos, el temblor, los ojos, qué melancolía más patética.
“Pero no quiero reirme.”
Era extraño. El mundo entero, las vueltas de la vida, en lo que llega a convertirse.
“Ríete.”
La tensión que creía, eléctrica, su rigidez, el nervioso movimiento de sus brazos y su cuerpo, lo fría que era, y la enfermedad en su sangre.
“Pero, ¿por qué?”
¿Por qué? Todo tan inmóvil, todo tan falto de gracia, tan horrible, las mentes atrapadas, algo que quedó atrapado, sin sentido, sin significado.
“Como castigo. Te reíste en clase, así que ahora, como castigo, debes reirte durante una hora, tú solo, sin nadie más. Apresúrate, ya has desperdiciado cuatro minutos.”
Era vergonzoso; no era en absoluto gracioso, quedarte después de clase, que te pidan que te rías. No tenía setido alguno. ¿De qué debía reirse? Nadie puede reirse porque sí. Tiene que haber algo, algo divertido o pomposo, algo cómico. Era todo tan extraño, sus modales, la forma enla que lo miraba, la sutileza; era atemorizante. ¿Qué quería de él? Y el olor de la escuela, el aceite del suelo, el polvo de la tiza, el olor de la misma idea de los niños habiéndose ido a casa; la soledad, la tristeza.
“Siento haberme reido.”
La flor se doblaba, avergonzada. Estaba apenado, no se trataba meramente de una broma; estaba apenado, pero no por sí mismo, sino por ella. Era una chica joven, una maestra sustituta, y había cierta tristeza en ella, tan agazapada y tan difícil de entender; una tristeza que traía consigo cada día y él se había reído de ella, fue cómico, algo que ella dijo, la forma en que los miraba a todos, la forma en que se movía. No había sentido ganas de reirse, pero de pronto se rió y ella lo miró y él la miró a los ojos y por un momento hubo una vaga comunión, y luego la furia, el odio en sus ojos. “Te quedarás después de clase.” No había querido reirse, tan sólo ocurrió, y estaba apenado, avergonzado, ella tenía que saberlo, se lo estaba diciendo. Pepito Grillo.
“Estás haciéndome perder el tiempo. Empieza a reirte.”
Se había inclinado para borrar lo que estaba escrito en el pizarrón: África, El Cairo, las pirámides, las esfinges, el Nilo; y los números 1865, 1914. Pero la tensión estaba allí, aún teniéndola de espaldas; el aula estaba en silencio y el vacío lo volvía todo más enfático, lo magnificaba todo, haciéndolo más preciso, con su mente, la de ella y la pena de ambas, una junto a la otra, conflictuándose; ¿por qué? Él trató de ser amable; el día que ella llegó, él quiso ser amable; sintió de inmediato su extrañeza, su lejanía, de modo que ¿por qué se había reido? ¿Por qué todo ocurre de manera tan falsa? ¿Por qué tuvo que ser él quien la hiriera cuando, desde el principio, quiso ser su amigo?
“No quiero reirme.”
Atrevimiento y llanto en su voz, un llanto vergonzoso. ¿Pero qué derecho tenía para destruir algo tan inocente? No había querido ser cruel; ¿por qué ella no era capaz de entenderlo? Empezó a sentir odio frente a su estupidez, por su sosería, por lo empecinado de su voluntad. No me reiré, pensó; que llame a Mr. Caswell y que me azoten, pero no volveré a reirme. Todo era un error. Había querido llorar, o algo así, no lo sé; no había querido hacerlo. No soporto que me azoten, por Dios, me duele, pero no tanto como esto; me han dado en el trasero alguna vez, conozco la diferencia.
Bueno, dejen que lo golpeen, ¿acaso le importó? Le ardió y luego sintió un dolor agudo varios días, pensando en ello, pero déjenles, que lo hagan inclinarse, no irá a reirse.
La vió sentarse en el escritorio y observarlo; por haber estado chillando, se veía enferma y sobresaltada, y cierta piedad llegó a sus labios una vez más, la enfermiza piedad que sentía por ella, ¿por qué estaba causándole tantos problemas a una maestra sustituta que le simpatizaba, no una vieja y fea maestra, sino una pequeña chica agradable, asustada desde el principio?
“Por favor, ríete.”
Y qué humillación, ya no se lo ordenaba, se lo rogaba, le rogaba que se riera cuando él no quería reirse. ¿Qué se puede hacer? Honestamente, ¿qué se puede hacer bien, por voluntad propia, no accidentalmente, que no sea lo equivocado? ¿A qué se refería? ¿Qué placer podría sacar de oírlo reir? Qué mundo más estúpido, el extraño sentir de las personas, la reserva, cada persona dentro de sí, queriendo una cosa y siempre obteniendo otra, queriendo dar una cosa y siempre dando otra. Sí, lo haría. Ahora sí se reiría, no por él, sino por ella. Incluso si esto lo enfermera, se reiría. Quería saber la verdad, qué era todo eso. Ella no estaba haciéndolo reir, le pedía que lo hiciese, se lo rogaba. No entendía qué sucedía, pero quería saberlo. Pensó, quizás pueda pensar en algo gracioso, y empezó a recordar todas las historias graciosas que había oído, pero era extraño, no se acordaba de ninguna. Y otras cosas graciosas, como la forma en que caminaba Annie Gran; vaya, ya no parece nada gracioso; y Henry Mayo, burlándose de Hiawatha, equivocándose; ya no parecía gracioso. Era cosas que le hacían reir hasta enrojecer y perder el aliento, pero había llegado a un punto muerto, inútil, by the big sea waters, by the big sea waters, came the mighty, vaya, ya no era gracioso; Dios, ya no podía reirse de todo eso. Bueno, tan solo se reiría, de la misma manera de siempre, sé un actor, ja, ja, ja. Dios, era difícil, era lo más fácil del mundo y ahora no podía soltar una sola risita.
No obstante, empezó a reirse, sintiéndose avergonzado e incómodo. Tenía miedo de mirarla a los ojos, así que se fijó en el reloj e intentó no detenerse, era algo extraordinario, pedirle a un muchacho que se riera por una hora y nada, rogarle que se riera sin ningún motivo. Y así lo haría, quizás no por una hora, pero lo intentaría; algo haría. Lo más gracioso era su voz, la falsedad de aquella risa; y luego de un rato le empezó a parecer muy gracioso, muy cómico y le hizo feliz ya que verdaderamente le daba risa, y ahora que se reía realmente, con todo su ser, con toda su sangre, riéndose de cuán falsa era su risa, en tanto la vergüenza se alejaba, se dió cuenta de que ya no era falso, de que era la verdad de su risa lo que llenaba el aula vacía y todo parecía encajar, todo era magnífico y ya habían pasado dos minutos.
Y empezó a ver cosas realmente graciosas por doquier, en toda la ciudad, la gente que caminaba por la calle, tratando de verse importante, pero él lo sabía, no lo engatusaban, sabía lo importante que eran, la foma en la que hablaban, siempre a lo grande, y toda esa pomposidad, toda esa falsedad lo hacían reirse; pensó en el predicador de la Igelsia Prebisteriana, lo falso de sus sermones, Oh, Dios, hágase tu volutad, y sin nadie que creyera en él, y la gente importante con grandes coches, Cadillcs y Packards, acelerando y desacelerando, yendo por todo el país, como si tuvieran un lugar al que ir, y los conciertos de la banda del pueblo, todo tan falso, todo haciéndolo reir, los grandulones corriendo detrás de las chicas cuando hacía calor y los travías que se desplzaban por toda la ciudad con apenas dos pasajeros, eso sí era gracioso, esos enormes vagones llevando solamente a una anciana y a un hombre con bigotes, y se rió hasta que perdió el aliento y su cara enrojeció y de pronto, toda la vergüenza había desaparecido y se estaba riéndose y miraba a Miss Wissig, y el acabóse, las lágrimas le corrían por los ojos. Por Dios Santo, no se había reído de ella. Se había estado riendo de todos esos tontos, todas las tonterías que hacían día tras día, toda la falsedad. Era desagradable. Siempre quería hacer las cosas bien y siempre las cosas se daban vuelta. Quería saber por qué, qué es lo que sucedía con ella, dentro de ella, su parte secreta, y él que se había reido para ella, no para sentirse a gusto, y ella allí, temblando, con los ojos húmedos y las lágrimas que le corrían, su rostro agónico, y él seguía riéndose de la furia y la desilusión de su corazón, y se reía de todo lo que es patético en el mundo, las cosas por las que la buena gente llora, los perros callejeros, los caballos que se tropezaban y eran azotados, los tímidos que en su interior eran aplastados por tipos crueles y gordos, gordos por dentro, pomposos; y los pajaritos, muertos en las aceras; y los malentendidos en todas partes, el conflicto sin fin, la crueldad, las cosas que vuelven maligno a un hombre, el crecimiento vil y el enojo empezaba a cambiar su risa y empezaban a asomarse lágrimas en sus ojos. Sólo ellos, en el aula vacía, juntos y desnudos en su soledad y su desconcierto, hermano y hermana, los dos queriendo cierta decencia, cierta limpieza en este mundo, los dos queriendo compartir la verdad con el otro y aún así, los dos, extraños de alguna manera, solos y lejanos.
Oyó que la chica contenía el sollozo y luego todo fue al revés, y él lloraba, honesta y verdaderamente, como un bebé, como si algo realmente hubiese sucedido, y escondió su rostro entre sus brazos, y respiraba agitadamente y pensaba en que no quería vivir; en que si así eran las cosas, quería estar muerto.
No supo cuánto lloró pero de pronto, se dió cuenta de que no había llanto ni risa y de que el aula estaba muy tranquila. Qué vergonzoso. Tenía miedo levantar la cabeza y mirar a la maestra. Era horroroso.
“Ben.”
En voz baja, calmada, solemne; ¿cómo podría volver a mirarla?
“Ben.”
Levantó la cabeza. Los ojos de ella estaban secos y su cara parecía más brillante y más hermosa, como nunca antes.
“Por favor, sécate la cara. ¿Quieres un pañuelo?”
“Sí.”
Se secó los ojos, se sonó la nariz. Qué tierra enferma. Qué sombrío era todo.
“¿Cuántos años tienes, Ben?”
“Diez.”
“¿Qué es lo que piensas hacer? Quiero decir…”
“No lo sé.”
“¿Y tu padre?”
“Es sastre.”
“¿Te gusta esta ciudad?”
“Creo que sí.”
“¿Tienes hermanos?”
“Tres hermanos y tres hermanas.”
“¿Nunca has pensado en irte? ¿Irte a alguna otra ciudad?”
Era asombroso. Le hablaba como si fuera una persona madura, tratando de llegar hasta el fondo.
“Sí.”
“¿Adónde?”
“No lo sé. New York, quizás. O al viejo continente tal vez.”
“¿Al viejo continente?”
“Milán. La ciudad de mi padre.”
“Oh.”
Él quería preguntarle sobre ella, adonde había ido, donde había estado; quería ser maduro, pero tenía miedo. Ella fue hasta el guararropa y trajo su abrigo, su sombrero y su bolso, y comenzó poniéndose el abrigo.
“Ya no estaré aquí mañana. Miss Shorb se ha recuperado. Me voy.”
Se sintió triste, pero no podía pensar en nada que decirle. Ella se ajustó el cinturón del abrigo y se puso el sombrero, sonriente, Dios, qué mundo, primero lo hacía reirse, luego llorar y ahora esto. ¿Adónde iba? ¿Es que ya nunca la volvería a ver?
“Debes irte ya, Ben.”
Y allí estaba él, mirándola y sin quererse ir, allí estaba, con ganas de sentarse y observarla. Se levantó lentamente y fue hasta el guardarropa a buscar su gorra. Caminó hasta la puerta, sintiéndose enfermo de soledad; se dió vuelta para verla por última vez.
“Adiós, Miss Wissig.”
“Adiós, Ben.”
Y muy prontamente estaba corriendo por el parque de la escuela, y la maestra sustituta de pie en el patio, siguiéndolo con la mirada. No sabía en qué pensar, pero supo que estaba verdaderamente triste y que tenía miedo de darse vuelta para ver si ella estaba mirándolo. Pensó: Si me apresuro, quizás pueda encontrar a Dan Seed y a Dick Corcoran y a los demás, y quizás llegué a tiempo para ver cómo se va el tren de carga. Bueno, nadie lo sabría de todas formas. Nadie sabría alguna vez qué sucedió y cómo había llorado y reído.
Corrió por las vías de Southern Pacific, y los chicos ya no estaban allí y el tren ya se había ido.
Se sentó bajo un eucalipto. El mundo entero, un desastre.
Entonces comenzó a llorar una vez más.


 Traducción: Martín Abadía


Publicado por Patricia Dizanzo

miércoles, 19 de agosto de 2015

EFEMÉRIDES DE AGOSTO - JORGE AMADO



Jorge Amado
 (nacido en Bahía-Brasil el 10 de agosto de 1912, fallecido el 6 de agosto de 2001) es probablemente el escritor brasileño más conocido, y el que ha tenido más libros traducidos a otros idiomas.

Nació en la Hacienda Auricídia, en la ciudad de Itabuna, ubicada al sur del estado de Bahía. Hijo del dueño de la hacienda, cuando tenía 1 año de edad, su familia se estableció en la ciudad de Ilhéus, litoral de Bahía, donde Jorge pasó su infancia. Hizo los estudios secundarios en la ciudad de Salvador, capital del Estado. En este periodo, comenzó a trabajar en periódicos y a participar de la vida literaria, siendo uno de los fundadores de la llamada Academia de los Rebeldes.
Jorge publicó su primera novela, llamada El País del Carnaval en 1931, cuando tenía 18 años. Se casó con Matilde Garcia Rosa dos años después, y con ella tuvo una hija, Lila, que nació en 1933. En este año, publicó su segunda novela, Cacao.
Se graduó en la Facultad Nacional de Derecho (en portugués, Faculdade Nacional de Direito) en la ciudad de Rio de Janeiro en 1935. Militante comunista, fue obligado a exiliarse en Argentina y Uruguay entre los años 1941 y 1942, período en que hizo un viaje por América Latina. Al regresar a Brasil, se separó de Matilde Garcia Rosa.
En el año 1945, fue electo miembro de la Asamblea Nacional Constituyente, por el Partido Comunista Brasileño (PCB), siendo el diputado más votado del estado de São Paulo. Como diputado, fue el autor de la ley que asegura la libertad de culto religioso. En este mismo año, se casa con la también escritora Zélia Gattai.
En 1947, año en que nació João Jorge, primer hijo con Zélia, su partido PCB fue declarado ilegal, y sus miembros fueron perseguidos y arrestados. Jorge tuvo que exiliarse en Francia, donde se quedó hasta el año 1950, cuando fue expulsado. Su primera hija, Lila, murió en 1949. Desde 1950 hasta 1952, Amado residió en Checoslovaquia, donde nació su hija Paloma.
Al volver a Brasil en 1955, Jorge Amado se distanció de la militancia política, pero sin dejar el Partido Comunista. Se dedicó, desde entonces, integralmente a la literatura. Fue electo, el 6 de abril de 1961 para la Academia Brasileña de Letras. Recibió el titulo de Doctor Honoris Causapor diversas universidades. También recibió el título de Obá de Xangô en la religión Candomblé.
Su obra literaria sufrió adaptaciones al cine, al teatro y a la televisión, y también fue tema de varios trabajos de escuelas de samba en el Carnaval brasileño. Sus libros fueron traducidos a 49 idiomas y publicados en 55 países. Existen también publicaciones en Braille, y cintas de audio grabadas para ciegos.
En 1987, fue inaugurada en el Largo do Pelourinho, ubicado en la ciudad de Salvador, Bahía, la Fundación Casa de Jorge Amado, que abriga y preserva su acervo para investigadores. La fundación también ayuda el desarrollo de actividades culturales en el estado de Bahía.
Jorge Amado murió en la ciudad de Salvador el 6 de agosto de 2001. Fue cremado y sus cenizas fueron enterradas en el jardín de su casa el día 10 de agosto, cuando cumpliría 89 años.





EFEMÉRIDES DE AGOSTO - DINO CAMPANA




BREVE INTRODUCCIÓN INSTRASCENDENTE 

Más allá de algunos datos dispersos, casi todos develados por él mismo, poco es lo que se sabe de la vida de Dino Campana. Nacido en Marradi (Romaña, Italia) el 20 de agosto de 1885, murió en un hospital psiquiátrico florentino el 1 de marzo de 1932. Colaboró esporádicamente en las revistas culturales La Voce y Lacerba, y publicó un solo libro, Cantos Órficos, en 1914. 

Él mismo se dedicaba a su venta. Cuando conseguía vender un ejemplar arrancaba las páginas que consideraba que no podían ser entendidas por el comprador. Se rumorea que a Marinetti sólo le dejó las tapas. 

Este único libro, por otra parte no demasiado extenso, ha bastado para darle un lugar relevante en la historia de la poesía italiana del siglo XX 

A principios del siglo confluyen en Italia dos movimientos literarios (y artísticos, en general): el crepuscularismo y el futurismo. Ambos movimientos fueron juzgados por G. A. Borgese un mismo momento espiritual desarrollado de dos maneras psicológicamente distintas, es decir, dos respuestas, no extrañas en su origen, a los cambios que empezaban a producirse en la sociedad. 

El primero de ellos, el crepuscularismo, mira hacia el pasado; sus temas son cotidianos, nostálgicos: la naturaleza, la inocencia, la vuelta al hombre primitivo. Esta tendencia regresiva no impide que en ciertos aspectos, especialmente formales, pueda ser considerada como poesía moderna. 

El futurismo, fundado en 1909 por Filippo Tommaso Marinetti, pretendía a su vez "matar el claro de luna". La suya era una poesía netamente urbana, que hacía un verdadero culto de la velocidad y de la máquina. "Los futuristas son los místicos de la acción"; era, o quería ser, un arte del futuro, antirromántico. 

Campana no es ajeno a estos movimientos, aunque no adhiere por completo a ninguno de los dos. Su influencia, no obstante, puede rastrearse fácilmente en su obra, como así también la de los simbolistas franceses, la de Poe y la de Whitman, pero la asistemática reelaboración que hace de sus principios imposibilita cualquier clasificación. 

La poesía de Campana es, como escribiera Gianni Pozzi, una "desordenada furia". Está llena de elementos dispares, intentos fallidos y logros admirables, fragmentos que anticipan el hermetismo de Ungaretti y otros que remiten a la poesía del siglo XIX. En Campana no hay un estilo, sino muchos estilos superpuestos y a menudo antagónicos. 

Dino campana sacrifica el significado a lo irracional, órfico; prefiere lo inconsciente a lo consciente, la alucinación a la realidad. La disgregación del mundo encuentra su correspondencia en el desdoblamiento del yo. 

Los poemas están escritos, generalmente, en verso libre, y sólo unos pocos en octosílabos o endecasílabos rimados. 

poesía 

UNA VEZ FUI ESCRITOR... 

Declaraciones de Dino Campana recogidas el 8 de noviembre de 1926 por el doctor Carlo Pariani en Castel Pulci. 

A los quince años fui al colegio en Piamonte: en Carmañola, cerca de Turín. Más tarde fui a la Universidad de Bolonia. No conseguí aprobar química. Y entonces me dediqué un poco a escribir y un poco a vagabundear. Estaba impulsado a una especie de manía de vagabundeo. Una especie de inestabilidad me impulsaba a cambiar continuamente... Yo debía estudiar letras. Si estudiaba letras podía vivir. No entendía la química, entonces me abandoné a la nada... Estuve algunos meses en prisión. Dos o tres meses en Suiza, en Basilea; por escándalo. Había peleado con un suizo: unas contusiones. No fui condenado. Tenía un pariente, me recomendó. En Italia, arrestado, y luego en mes de prisión en Parma hacia 1902-1903. He estado en el manicomio de Imola, del profesor Brugia: estuve allí cuatro meses. En Bélgica, depués de Imola, en el manicomio de Tournay otros cuatro meses... Desempeñé algunos oficios. Por ejemplo: templar el hierro; tamplaba una hoz, un hacha. Se vivía. Toqué el triángulo en la Marina Argentina. He sido portero en un círculo de Buenos Aires. Desempeñé tantos oficios [...] En la Argentina había olvidado hasta la aritmética. Si no, me habría empleado como contable... Hice de carbonero en los barcos mercantes, de fogonero. Hice de policía en la Argentina, es decir, de bombero [...] Estuve en Odesa. Vendía estrellas fugaces en las ferias [...] Conocía bien varias lenguas... Había venido a Italia desde Suiza para no desertar. En Italia vieron que había estado en un manicomio y no me llamaron a servicio. De modo, pues, que me quedé paseando... Vendía los Cantos Órficos [...] Si vendía aquel libro es porque era pobre... Todos me irritaban un poco. A los futuristas los encontraba vacíos, por ejemplo. Tenía una neurastenia fuerte... Una vez fui escritor, pero tuve que dejarlo porque tenía la mente debilitada. No conecto con las ideas, no sigo... Ahora es preciso que me ocupe de asuntos más importantes. 

italia 

LA QUIMERA 

No sé si entre rocas tu pálido 
rostro se me apareció, o sonrisa 
de lejanías ignoradas 
fuiste, pendiente de marfil 
frente fulgente oh joven 
hermana de la Gioconda: 
oh de las primaveras 
muertas, por tu mítica palidez 
oh reina oh reina adolescente: 
mas por tu desconocido poema 
de placer y dolor 
música niña exangüe, 
marcado con una línea de sangre 
en el círculo de los labio sinuosos, 
reina de la mediodía: 
mas por la virgen cabeza 
inclinada, yo poeta nocturno 
velé las estrellas vivas en los mares del cielo, 
yo por tu dulce misterio 
yo por ponerte taciturna. 
No sé si la pálida llama 
fue de los cabellos el viviente 
signo de tu palidez, 
no sé si fue un dulce vapor, 
dulce sobre mi dolor, 
sonrisa de un rostro nocturno: 
miro las blancas rocas los mudos manantiales de los vientos 
y la inmovilidad de los firmamentos 
y los henchidos arroyos que van llorando 
y las sombras del trabajo humano encorvadas allá en las colinas heladas 
y aún por tiernos cielos lejanas claras sombras fluyentes 
y aún te llamo te llamo Quimera. 

miércoles, 12 de agosto de 2015

EFEMÉRIDES DE AGOSTO - CHARLES BUKOWSKI



Charles Bukowski 
(1920/08/16 - 1994/03/09)


Poeta y narrador estadounidense 

"Si tenía un libro o un trago entonces no pensaba demasiado en otras cosas, los tontos crean su propio paraíso" 

Autor de 27 libros de poemas vehementes en lengua inglesa y de un centenar de escándalos, famoso por narraciones como "Música de cañerías", "Erecciones, eyaculaciones y exhibiciones", "Se busca una mujer", o por las ordinarias declaraciones del libro-entrevista "Lo que más me gusta es rascarme los sobacos", Charles Bukowski es una de las figuras centrales del realismo sucio norteamericano. Aquel cuya escritura se caracterizó por su estilo brutal y llano que lo convirtió en un autor maldito como Céline, Henry Miller o Carver (aunque sólo comparable a sí mismo).


Nació el 16 de agosto de 1920 en la ciudad alemana de Aldernach. Con tan sólo dos años se traslada junto a su familia a Los Ángeles, donde residió el resto de su vida. 

Durante mucho tiempo, y tras un breve paso por la universidad, realiza multitud de trabajos manuales temporales, espaciados por los periodos de ocio que se tomaba cuando tenía suerte en las apuestas del hipódromo, afición que reflejó continuamente en su obra. 

Se inició en la escritura escribiendo cuentos muy joven pero, tras un primer relato publicado por una revista en 1944, deja la literatura por un espacio de diez años. Sus primeras obras se publicaron en la década de 1960 en editoriales y revistas underground; a este tiempo corresponden colecciones de poemas como Crucifijo en una mano muerta (1965) o la que para muchos es su mejor obra en verso, Los días pasan como caballos salvajes sobre las colinas(1969). 

La poesía de Bukowski, al que le gustaba vanagloriarse de haber escrito su primer poema con 35 años, está marcada por un realismo descarnado y lírico a un tiempo, explícito, tierno en ocasiones y brutal en otras, abundante en datos autobiográficos, y lleno de desencanto. No abandonó su producción en verso que, con los años, se fue haciendo más directa, más sobria, como en El amor es un perro del infierno (1974) o La última noche de la tierra (1992). La prosa de Bukowski es, si cabe, más autobiográfica, en un 90% según el propio autor, que su poesía, y es la que le ha dado fama entre los lectores de habla hispana; todas sus obras en prosa están publicadas en español. 

Su primera novela, Cartero (1970), le ayudó a dejar la oficina de correos en la que trabajaba. Después le seguirían otras cinco, todas protagonizadas por Henry Hank Chinaski, alter ego del propio Bukowski. Los cuentos de Bukowski están reunidos en varios volúmenes. El más conocido, Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones (1972), recoge relatos aparecidos en varias revistas underground. 

Su obra inspiró una película, Ordinaria locura, a Marco Ferreri, a la que seguirá Barfly (1989), de Barbet Schroeder con guion del propio Bukowski. 

Charles Bukowski falleció en San Pedro, California, el 9 de marzo de 1994 de leucemia.


 

El incendio de un sueño

 

la vieja Biblioteca Pública de Los Angeles
ha sido destruida por las llamas.
aquella biblioteca del centro.
con ella se fue
gran parte de mi
juventud.
estaba sentado en uno de aquellos bancos
de piedra cuando mi amigo
Baldy me
preguntó:
“¿vas a alistarte en
la brigada
Abraham Lincoln?”
“claro”, contesté
yo.
pero, al darme cuenta de que yo no era
un idealista político
ni un intelectual
renegué de aquella
decisión
más tarde.
yo era un lector
entonces
que iba de una sala a
otra: literatura, filosofía,
religión, incluso medicina
y geología.
muy pronto
decidí ser escritor,
pensaba que sería la salida
más fácil
y los grandes novelistas no me parecían
demasiado dificiles.
tenía mas problemas con
Hegel y con Kant.
lo que me fastidiaba
de todos ellos
es que
les llevara tanto
lograr decir algo
lúcido y/
o
interesante.
yo creía
que en eso
los sobrepasaba a todos
entonces.
descubrí dos
cosas:
a) que la mayoría de los editores creía que
todo lo que era aburrido
era profundo.
b) que yo pasaría décadas enteras
viviendo y escribiendo
antes de poder
plasmar
una frase que
se aproximara un poco
a lo que quería
decir.
entretanto
mientras otros iban a la caza de
damas,
yo iba a la caza de viejos
libros,
era un bibliófilo, aunque
desencantado,
y eso
y el mundo
configuraron mi carácter.
vivía en una cabaña de contrachapado
detrás de una pensión de 3 dólares y medio
a la semana
sintiéndome un
Chatterton
metido dentro de una especie de
Thomas
Wolfe.
mi principal problema eran
los sellos, los sobres, el papel
y
el vino,
mientras el mundo estaba al borde
de la Segunda Guerra Mundial.
todavía no me había
atrapado
lo femenino, era virgen
y escribía entre 3 y
5 relatos por semana
y todos
me los devolvían, rechazados por
el New Yorker, el Harper´s,
el Atlantic Monthly.
había leido que
Ford Madox Ford solía empapelar
el cuarto de baño
con las notas que recibía rechazando sus obras
pero yo no tenía
cuarto de baño, así que las amontonaba
en un cajón
y cuando estaba tan lleno
que apenas podía
abrirlo
sacaba todas las notas de rechazo
y las tiraba
junto con los
relatos.
la vieja Biblioteca Pública de Los Angeles
seguía siendo
mi hogar
y el hogar de muchos otros
vagabundos.
discretamente utilizábamos los
aseos
y a los únicos que
echaban de allí
era a los que
se quedaban dormidos en las
mesas
de la biblioteca; nadie ronca como un
vagabundo
a menos que sea alguien con quien estás
casado.
bueno, yo no era realmente un
vagabundo. yo tenía tarjeta de la biblioteca
y sacaba y devolvía
libros,
montones de libros,
siempre hasta el
límite
de lo permitido:
Aldous Huxley, D.H. Lawrence,
e.e. cummings, Conrad Aiken, Fiódor
Dos, Dos Passos, Turguénev, Gorki,
H.D. Freddie Nietzche,
Shopenhauer,
Steinbeck,
Hemingway,
etc.
siempre esperaba que la bibliotecaria
me dijera: “que buen gusto tiene usted,
joven.”
pero la vieja
puta
ni siquiera sabía
quién era ella,
cómo iba a saber
quién era yo.
pero aquellos estantes contenían
un enorme tesoro: me permitieron
descubrir
a los poetas chinos antiguos
como Tu Fu y Li
Po
que son capaces de decir en un
verso más que la mayoria en
treinta o
incluso en ciento.
Sherwood Anderson debe de haberlos
leído
también.
también solía sacar y devolver
los Cantos
y Ezra me ayudó
a fortalecer los brazos si no
el cerebro.
maravilloso lugar
la Biblioteca Pública de Los Angeles
fue un hogar para alguien que había tenido
un
hogar
infernal
ARROYOS DEMASIADO ANCHOS PARA SALTARLOS
LEJOS DEL MUNDANAL RUIDO
CONTRAPUNTO
EL CORAZÓN ES UN CAZADOR SOLITARIO
James Thurber
John Fante
Rabelais
De Maupassant
algunos no me
decían nada: Shakespeare, G.B. Shaw,
Tolstói, Robert Frost, F. Scott
Fitzgerald
Upton Sinclair me llegaba
más
que Sinclair Lewis
y consideraba a Gogol y a
Dreiser tontos
de remate
pero tales juicios provenían mas
del modo en que un hombre
se ve obligado a vivir que de
su razón.
la vieja Biblioteca Pública de Los Angeles
muy probablemente evitó
que me convirtiera en un
suicida,
un ladrón
de bancos,
un tipo
que pega a su mujer,
un carnicero o
un motorista de la policía
y, aunque reconozco que
puede que alguno sea estupendo,
gracias
a mi buena suerte
y al camino que tenía que recorrer,
aquella biblioteca estaba
allí cuando yo era
joven y buscaba
algo
a lo que aferrarme
y no parecía que hubiera
mucho.
y cuando abrí el
periodico
y leí la noticia sobre el incendio
que había destruido la
biblioteca y la mayor parte de
lo que en ella había
le dije a mi
mujer: “yo solía pasar
horas y horas
allí …”
EL OFICIAL PRUSIANO
EL ATREVIDO MUCHACHO DEL TRAPECIO
TENER Y NO TENER


NO PUEDES RETORNAR A TU HOGAR.

Charles Bukowski 


Publicado por Patricia Dizanzo

viernes, 7 de agosto de 2015

EFEMÉRIDES DE AGOSTO - GUY DE MAUPASSANT




Guy de Maupassant nació en el castillo de Château de Miromesnil el 5 de agosto de 1850 en el seno de una familia noble. A los 12 años, queda bajo la tutela de su madre ante la ruptura del matrimonio de sus padres. Su hermano, Hervé, un hombre inestable en todo sentido, fue velado casi toda la vida por Guy, hasta que es internado en un sanatorio mental, donde finalmente fallece. Guy además se hace cargo de su cuñada y su sobrino.
Además de la ruptura de sus padres, la juventud de Maupassant fue marcada con dos hechos que prolongó posteriormente en sus escritos, el primero se refiere a su fugaz amistad con el poeta inglés Algernon Swinburne, personaje oscuro y morboso, de quien hereda el recuerdo material de una mano humana disecada. El segundo, es su larga estadía en el instituto eclesiástico de Iveto, donde el encierro y la estricta disciplina lo sumergen en graves estados depresivos.
Desde joven perteneció al grupo literario que tenía como centro al reconocido novelista Gustave Flaubert, de quien era estrecho amigo, y de quien recibió su formación literaria.
Ya mayor, su inclinación por la literatura es firme, y sabiendo que ser escritor significa tener un segundo oficio para subsistir, comienza a trabajar en el Ministerio de Marina, donde permanece desde 1872 hasta 1878, y luego en el Ministerio de Instrucción Pública, entre 1878 y 1880. Del vía crucis de tan larga burocracia, Maupassant ha dejado amplia información en su Diario. Trabajos maquinales, rutina, aburrimiento mortal, mezquindades. Para huir del tedio y para satisfacer una sexualidad particular, cuyo signo es la avidez inagotable, Maupassant, gran amigo del agua, de la navegación a vela, del remo, se relaciona con el mundo de las orillas del Sena, principalmente con sus mujeres. Asiste y participa activamente de las rústicas orgías, organiza una sociedad secreta, la de los «Crépitiens», donde se encuentra a sus anchas, practican el humor brutal, las competencias fálicas, los excesos sexuales y el sacrilegio. Su frecuentación del mundo de las mujeres del Sena le proporcionará material para su escritura, todo lo que vive, lo que le cuentan, lo que observa, lo guardará en su prodigiosa memoria.
En 1880 publicó el cuento considerado uno de los mejores en su género: "Bola de Sebo", incluido en "Las veladas de Médan". En los años que siguieron realizó más de doscientos cuentos, entre ellos "Mademoiselle Fifi" de 1882 y "La Parure" en 1884.
Sus obras están escritas en un estilo sencillo, en dónde se transmite con realismo lo sórdido y cruel de la esencia humana. Esto se refleja tanto en sus relatos, así como también en sus tres colecciones de recuerdos de viajes, y en sus seis novelas, entre ellas se pueden citar: "Una vida" de 1883; "Bel Amí" de 1885; "Los dos hermanos" de 1888; "La mano izquierda" de 1889 y "Nuestro corazón" de 1890.
Aburrido del tedio diario, se dedica a viajar, escribe mientras afronta enfermedades imaginarias que corren parejas con sus enfermedades reales, como las terribles jaquecas, y se habitúa al uso del éter, del opio y del haschich. Su hipocondría aumenta y las señales de un desequilibrio que jamás afectó su memoria ni su obra, se repiten. En diciembre de 1891, precipitando su muerte, redacta su testamento. La locura lo atormenta, lo sexual persiste bajo formas solitarias, ingenuas o amenazadoras. El 1 de enero de 1892 intenta suicidarse y el 7 es internado en un sanatorio de Passy, donde muere el 6 de julio del año siguiente. En su entierro, los escritores y compañeros de Maupassant, para distraerse del tedio angustioso, intercambian chistes y anécdotas fúnebres de subida obscenidad.


Guy de Maupassant
(Francia, 1850-1893)


El collar
Era una de esas hermosas y encantadoras criaturas nacidas como por un error del destino en una familia de empleados. Carecía de dote, y no tenía esperanzas de cambiar de posición; no disponía de ningún medio para ser conocida, comprendida, querida, para encontrar un esposo rico y distinguido; y aceptó entonces casarse con un modesto empleado del Ministerio de Instrucción Pública.
      No pudiendo adornarse, fue sencilla, pero desgraciada, como una mujer obligada por la suerte a vivir en una esfera inferior a la que le corresponde; porque las mujeres no tienen casta ni raza, pues su belleza, su atractivo y su encanto les sirven de ejecutoria y de familia. Su nativa firmeza, su instinto de elegancia y su flexibilidad de espíritu son para ellas la única jerarquía, que iguala a las hijas del pueblo con las más grandes señoras.
      Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y todos los lujos. Sufría contemplando la pobreza de su hogar, la miseria de las paredes, sus estropeadas sillas, su fea indumentaria. Todas estas cosas, en las cuales ni siquiera habría reparado ninguna otra mujer de su casa, la torturaban y la llenaban de indignación.
      La vista de la muchacha bretona que les servía de criada despertaba en ella pesares desolados y delirantes ensueños. Pensaba en las antecámaras mudas, guarnecidas de tapices orientales, alumbradas por altas lámparas de bronce y en los dos pulcros lacayos de calzón corto, dormidos en anchos sillones, amodorrados por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los grandes salones colgados de sedas antiguas, en los finos muebles repletos de figurillas inestimables y en los saloncillos coquetones, perfumados, dispuestos para hablar cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y agasajados, cuyas atenciones ambicionan todas las mujeres.
      Cuando, a las horas de comer, se sentaba delante de una mesa redonda, cubierta por un mantel de tres días, frente a su esposo, que destapaba la sopera, diciendo con aire de satisfacción: “¡Ah! ¡Qué buen caldo! ¡No hay nada para mí tan excelente como esto!”, pensaba en las comidas delicadas, en los servicios de plata resplandecientes, en los tapices que cubren las paredes con personajes antiguos y aves extrañas dentro de un bosque fantástico; pensaba en los exquisitos y selectos manjares, ofrecidos en fuentes maravillosas; en las galanterías murmuradas y escuchadas con sonrisa de esfinge, al tiempo que se paladea la sonrosada carne de una trucha o un alón de faisán.
      No poseía galas femeninas, ni una joya; nada absolutamente y sólo aquello de que carecía le gustaba; no se sentía formada sino para aquellos goces imposibles. ¡Cuánto habría dado por agradar, ser envidiada, ser atractiva y asediada!
      Tenía una amiga rica, una compañera de colegio a la cual no quería ir a ver con frecuencia, porque sufría más al regresar a su casa. Días y días pasaba después llorando de pena, de pesar, de desesperación.
      Una mañana el marido volvió a su casa con expresión triunfante y agitando en la mano un ancho sobre.
      —Mira, mujer —dijo—, aquí tienes una cosa para ti.
      Ella rompió vivamente la envoltura y sacó un pliego impreso que decía:
      “El ministro de Instrucción Pública y señora ruegan al señor y la señora de Loisel les hagan el honor de pasar la velada del lunes 18 de enero en el hotel del Ministerio.”
      En lugar de enloquecer de alegría, como pensaba su esposo, tiró la invitación sobre la mesa, murmurando con desprecio:
      —¿Qué haré yo con eso?
      —Creí, mujercita mía, que con ello te procuraba una gran satisfacción. ¡Sales tan poco, y es tan oportuna la ocasión que hoy se te presenta!... Te advierto que me ha costado bastante trabajo obtener esa invitación. Todos las buscan, las persiguen; son muy solicitadas y se reparten pocas entre los empleados. Verás allí a todo el mundo oficial.
      Clavando en su esposo una mirada llena de angustia, le dijo con impaciencia:
      —¿Qué quieres que me ponga para ir allá?
      No se había preocupado él de semejante cosa, y balbució:
      —Pues el traje que llevas cuando vamos al teatro. Me parece muy bonito...
      Se calló, estupefacto, atontado, viendo que su mujer lloraba. Dos gruesas lágrimas se desprendían de sus ojos, lentamente, para rodar por sus mejillas.
      El hombre murmuró:
      —¿Qué te sucede? Pero ¿qué te sucede?
      Mas ella, valientemente, haciendo un esfuerzo, había vencido su pena y respondió con tranquila voz, enjugando sus húmedas mejillas:
      —Nada; que no tengo vestido para ir a esa fiesta. Da la invitación a cualquier colega cuya mujer se encuentre mejor provista de ropa que yo.
      Él estaba desolado, y dijo:
      —Vamos a ver, Matilde. ¿Cuánto te costaría un traje decente, que pudiera servirte en otras ocasiones, un traje sencillito?
      Ella meditó unos segundos, haciendo sus cuentas y pensando asimismo en la suma que podía pedir sin provocar una negativa rotunda y una exclamación de asombro del empleadillo.
      Respondió, al fin, titubeando:
      —No lo sé con seguridad, pero creo que con cuatrocientos francos me arreglaría.
      El marido palideció, pues reservaba precisamente esta cantidad para comprar una escopeta, pensando ir de caza en verano, a la llanura de Nanterre, con algunos amigos que salían a tirar a las alondras los domingos.
      Dijo, no obstante:
      —Bien. Te doy los cuatrocientos francos. Pero trata de que tu vestido luzca lo más posible, ya que hacemos el sacrificio.
      El día de la fiesta se acercaba y la señora de Loisel parecía triste, inquieta, ansiosa. Sin embargo, el vestido estuvo hecho a tiempo. Su esposo le dijo una noche:
      —¿Qué te pasa? Te veo inquieta y pensativa desde hace tres días.
      Y ella respondió:
      —Me disgusta no tener ni una alhaja, ni una sola joya que ponerme. Pareceré, de todos modos, una miserable. Casi, casi me gustaría más no ir a ese baile.
      —Ponte unas cuantas flores naturales —replicó él—. Eso es muy elegante, sobre todo en este tiempo, y por diez francos encontrarás dos o tres rosas magníficas.
      Ella no quería convencerse.
      —No hay nada tan humillante como parecer una pobre en medio de mujeres ricas.
      Pero su marido exclamó:
      —¡Qué tonta eres! Anda a ver a tu compañera de colegio, la señora de Forestier, y ruégale que te preste unas alhajas. Eres bastante amiga suya para tomarte esa libertad.
      La mujer dejó escapar un grito de alegría.
      —Tienes razón, no había pensado en ello.
      Al siguiente día fue a casa de su amiga y le contó su apuro.
      La señora de Forestier fue a un armario de espejo, cogió un cofrecillo, lo sacó, lo abrió y dijo a la señora de Loisel:
      —Escoge, querida.
      Primero vio brazaletes; luego, un collar de perlas; luego, una cruz veneciana de oro, y pedrería primorosamente construida. Se probaba aquellas joyas ante el espejo, vacilando, no pudiendo decidirse a abandonarlas, a devolverlas. Preguntaba sin cesar:
      —¿No tienes ninguna otra?
      —Sí, mujer. Dime qué quieres. No sé lo que a ti te agradaría.
      De repente descubrió, en una caja de raso negro, un soberbio collar de brillantes, y su corazón empezó a latir de un modo inmoderado.
      Sus manos temblaron al tomarlo. Se lo puso, rodeando con él su cuello, y permaneció en éxtasis contemplando su imagen.
      Luego preguntó, vacilante, llena de angustia:
      —¿Quieres prestármelo? No quisiera llevar otra joya.
      —Sí, mujer.
      Abrazó y besó a su amiga con entusiasmo, y luego escapó con su tesoro.
      Llegó el día de la fiesta. La señora de Loisel tuvo un verdadero triunfo. Era más bonita que las otras y estaba elegante, graciosa, sonriente y loca de alegría. Todos los hombres la miraban, preguntaban su nombre, trataban de serle presentados. Todos los directores generales querían bailar con ella. El ministro reparó en su hermosura.
      Ella bailaba con embriaguez, con pasión, inundada de alegría, no pensando ya en nada más que en el triunfo de su belleza, en la gloria de aquel triunfo, en una especie de dicha formada por todos los homenajes que recibía, por todas las admiraciones, por todos los deseos despertados, por una victoria tan completa y tan dulce para un alma de mujer.
      Se fue hacia las cuatro de la madrugada. Su marido, desde medianoche, dormía en un saloncito vacío, junto con otros tres caballeros cuyas mujeres se divertían mucho.
      Él le echó sobre los hombros el abrigo que había llevado para la salida, modesto abrigo de su vestir ordinario, cuya pobreza contrastaba extrañamente con la elegancia del traje de baile. Ella lo sintió y quiso huir, para no ser vista por las otras mujeres que se envolvían en ricas pieles.
      Loisel la retuvo diciendo:
      —Espera, mujer, vas a resfriarte a la salida. Iré a buscar un coche.
      Pero ella no le oía, y bajó rápidamente la escalera.
      Cuando estuvieron en la calle no encontraron coche, y se pusieron a buscar, dando voces a los cocheros que veían pasar a lo lejos.
      Anduvieron hacia el Sena desesperados, tiritando. Por fin pudieron hallar una de esas vetustas berlinas que sólo aparecen en las calles de París cuando la noche cierra, cual si les avergonzase su miseria durante el día.
      Los llevó hasta la puerta de su casa, situada en la calle de los Mártires, y entraron tristemente en el portal. Pensaba, el hombre, apesadumbrado, en que a las diez había de ir a la oficina.
      La mujer se quitó el abrigo que llevaba echado sobre los hombros, delante del espejo, a fin de contemplarse aún una vez más ricamente alhajada. Pero de repente dejó escapar un grito.
      Su esposo, ya medio desnudo, le preguntó:
      —¿Qué tienes?
      Ella volvióse hacia él, acongojada.
      —Tengo..., tengo... —balbució — que no encuentro el collar de la señora de Forestier.
      Él se irguió, sobrecogido:
      —¿Eh?... ¿cómo? ¡No es posible!
      Y buscaron entre los adornos del traje, en los pliegues del abrigo, en los bolsillos, en todas partes. No lo encontraron.
      Él preguntaba:
      —¿Estás segura de que lo llevabas al salir del baile?
      —Sí, lo toqué al cruzar el vestíbulo del Ministerio.
      —Pero si lo hubieras perdido en la calle, lo habríamos oído caer.
      —Debe estar en el coche.
      —Sí. Es probable. ¿Te fijaste qué número tenía?
      —No. Y tú, ¿no lo miraste?
      —No.
      Contempláronse aterrados. Loisel se vistió por fin.
      —Voy —dijo— a recorrer a pie todo el camino que hemos hecho, a ver si por casualidad lo encuentro.
      Y salió. Ella permaneció en traje de baile, sin fuerzas para irse a la cama, desplomada en una silla, sin lumbre, casi helada, sin ideas, casi estúpida.
      Su marido volvió hacia las siete. No había encontrado nada.
      Fue a la Prefectura de Policía, a las redacciones de los periódicos, para publicar un anuncio ofreciendo una gratificación por el hallazgo; fue a las oficinas de las empresas de coches, a todas partes donde podía ofrecérsele alguna esperanza.
      Ella le aguardó todo el día, con el mismo abatimiento desesperado ante aquel horrible desastre.
      Loisel regresó por la noche con el rostro demacrado, pálido; no había podido averiguar nada.
      —Es menester —dijo— que escribas a tu amiga enterándola de que has roto el broche de su collar y que lo has dado a componer. Así ganaremos tiempo.
      Ella escribió lo que su marido le decía.
      Al cabo de una semana perdieron hasta la última esperanza.
      Y Loisel, envejecido por aquel desastre, como si de pronto le hubieran echado encima cinco años, manifestó:
      —Es necesario hacer lo posible por reemplazar esa alhaja por otra semejante.
      Al día siguiente llevaron el estuche del collar a casa del joyero cuyo nombre se leía en su interior.
      El comerciante, después de consultar sus libros, respondió:
      —Señora, no salió de mi casa collar alguno en este estuche, que vendí vacío para complacer a un cliente.
      Anduvieron de joyería en joyería, buscando una alhaja semejante a la perdida, recordándola, describiéndola, tristes y angustiosos.
      Encontraron, en una tienda del Palais Royal, un collar de brillantes que les pareció idéntico al que buscaban. Valía cuarenta mil francos, y regateándolo consiguieron que se lo dejaran en treinta y seis mil.
      Rogaron al joyero que se los reservase por tres días, poniendo por condición que les daría por él treinta y cuatro mil francos si se lo devolvían, porque el otro se encontrara antes de fines de febrero.
      Loisel poseía dieciocho mil que le había dejado su padre. Pediría prestado el resto.
      Y, efectivamente, tomó mil francos de uno, quinientos de otro, cinco luises aquí, tres allá. Hizo pagarés, adquirió compromisos ruinosos, tuvo tratos con usureros, con toda clase de prestamistas. Se comprometió para toda la vida, firmó sin saber lo que firmaba, sin detenerse a pensar, y, espantado por las angustias del porvenir, por la horrible miseria que los aguardaba, por la perspectiva de todas las privaciones físicas y de todas las torturas morales, fue en busca del collar nuevo, dejando sobre el mostrador del comerciante treinta y seis mil francos.
      Cuando la señora de Loisel devolvió la joya a su amiga, ésta le dijo un tanto displicente:
      —Debiste devolvérmelo antes, porque bien pude yo haberlo necesitado.
      No abrió siquiera el estuche, y eso lo juzgó la otra una suerte. Si notara la sustitución, ¿qué supondría? ¿No era posible que imaginara que lo habían cambiado de intento?
      La señora de Loisel conoció la vida horrible de los menesterosos. Tuvo energía para adoptar una resolución inmediata y heroica. Era necesario devolver aquel dinero que debían... Despidieron a la criada, buscaron una habitación más económica, una buhardilla.
      Conoció los duros trabajos de la casa, las odiosas tareas de la cocina. Fregó los platos, desgastando sus uñitas sonrosadas sobre los pucheros grasientos y en el fondo de las cacerolas. Enjabonó la ropa sucia, las camisas y los paños, que ponía a secar en una cuerda; bajó a la calle todas las mañanas la basura y subió el agua, deteniéndose en todos los pisos para tomar aliento. Y, vestida como una pobre mujer de humilde condición, fue a casa del verdulero, del tendero de comestibles y del carnicero, con la cesta al brazo, regateando, teniendo que sufrir desprecios y hasta insultos, porque defendía céntimo a céntimo su dinero escasísimo.
      Era necesario mensualmente recoger unos pagarés, renovar otros, ganar tiempo.
      El marido se ocupaba por las noches en poner en limpio las cuentas de un comerciante, y a veces escribía a veinticinco céntimos la hoja.
      Y vivieron así diez años.
      Al cabo de dicho tiempo lo habían ya pagado todo, todo, capital e intereses, multiplicados por las renovaciones usurarias.
      La señora Loisel parecía entonces una vieja. Habíase transformado en la mujer fuerte, dura y ruda de las familias pobres. Mal peinada, con las faldas torcidas y rojas las manos, hablaba en voz alta, fregaba los suelos con agua fría. Pero a veces, cuando su marido estaba en el Ministerio, sentábase junto a la ventana, pensando en aquella fiesta de otro tiempo, en aquel baile donde lució tanto y donde fue tan festejada.
      ¿Cuál sería su fortuna, su estado al presente, si no hubiera perdido el collar? ¡Quién sabe! ¡Quién sabe! ¡Qué mudanzas tan singulares ofrece la vida! ¡Qué poco hace falta para perderse o para salvarse!
      Un domingo, habiendo ido a dar un paseo por los Campos Elíseos para descansar de las fatigas de la semana, reparó de pronto en una señora que pasaba con un niño cogido de la mano.
      Era su antigua compañera de colegio, siempre joven, hermosa siempre y siempre seductora. La de Loisel sintió un escalofrío. ¿Se decidiría a detenerla y saludarla? ¿Por qué no? Habíéndolo pagado ya todo, podía confesar, casi con orgullo, su desdicha.
      Se puso frente a ella y dijo:
      —Buenos días, Juana.
      La otra no la reconoció, admirándose de verse tan familiarmente tratada por aquella infeliz. Balbució:
      —Pero..., ¡señora!.., no sé. .. Usted debe de confundirse...
      —No. Soy Matilde Loisel.
      Su amiga lanzó un grito de sorpresa.
      —¡Oh! ¡Mi pobre Matilde, qué cambiada estás...
      —¡Sí; muy malos días he pasado desde que no te veo, y además bastantes miserias.... todo por ti...
      —¿Por mí? ¿Cómo es eso?
      —¿Recuerdas aquel collar de brillantes que me prestaste para ir al baile del Ministerio?
      —¡Sí, pero...
      —Pues bien: lo perdí...
      —¡Cómo! ¡Si me lo devolviste!
      —Te devolví otro semejante. Y hemos tenido que sacrificarnos diez años para pagarlo. Comprenderás que representaba una fortuna para nosotros, que sólo teníamos el sueldo. En fin, a lo hecho pecho, y estoy muy satisfecha.
      La señora de Forestier se había detenido.
      —¿Dices que compraste un collar de brillantes para sustituir al mío?
      —Sí. No lo habrás notado, ¿eh? Casi eran idénticos.
      Y al decir esto, sonreía orgullosa de su noble sencillez. La señora de Forestier, sumamente impresionada, cogióle ambas manos:
      —¡Oh! ¡Mi pobre Matilde! ¡Pero si el collar que yo te presté era de piedras falsas!... ¡Valía quinientos francos a lo sumo!...



Publicado por Patricia Dizanzo